Los Misioneros Oblatos de María Inmaculada llevan en Haití desde 1943. El año anterior, el Sr. Éli Lescot, Presidente de esta República, había pedido ayuda al Papa Pío XII. La misión se confió al inicio a los franco-americanos de Lowell Massachusetts. Sin embargo, no mucho después se les unieron oblatos del Canadá. Podemos mencionar a los primeros de ellos: PP. Bruno Letarte, Laurent Fortin, René Moreau y Jean Bertrand. Al cabo de tres años, veinticinco oblatos trabajaban ya en sesenta iglesias, capillas, atendiendo a 100.000 católicos. Hoy, tras cincuenta años de celo y dedicación, la misión de Haití, erigida en vice-provincia en 1974, cuenta con noventa y cuatro oblatos, muchos de ellos naturales de Haití.

Nacimiento forzado
Como suele suceder en los comienzos de la misión, el párroco ha de velar por cada detalle, tanto material como espiritual. Las ceremonias de Semana Santa, como es de imaginar, conllevan multitud de detalles imprevistos. Cierto Viernes Santo, el P. Armand Oullet OMI se dio cuenta de que no tenía cirio pascual para la ceremonia del Sábado Santo. No había momento que perder. Tenía que usar apresuradamente su imaginación para crear un cirio pascual decente. Tenía que ser lo suficientemente largo para que toda la congregación pudiera verlo cuando el párroco lo sumergiera y alzara tres veces de la pila del agua bendita, simbolizando los tres días que Cristo permaneció en la tumba antes de su resurrección al tercer día.

Dejemos que el mismo P. Oullet nos cuente sus problemas: “Primeramente, pongamos cera en el caldero y creemos después un molde. Un calendario enrollado sujeto con un cilindro de diámetro adecuado a cada extremo, una mecha sujeta por un pequeño trozo de madera atravesado en el cilindro y ¡ya está!. Una primera jarra de cera caliente… ¡un desastre!. Se sale por todos los huecos… Una un poco más fría… las cosas mejoran. Un poco mejor sujeto el molde y ya se puede rellenar. Sólo queda esperar a que todo endurezca. Tarde en la noche, tengo la curiosidad por abrir el eminente cilindro. Todo va bastante bien. El cirio es rojizo y con líneas negras. Tras muchos retoques, ha logrado un aspecto casi litúrgico.

El sábado en la mañana, traigo mi obra maestra, sin vanidades, estamos aún en Cuaresma, pero sin disimular demasiado… La ceremonia comienza en tornos a las seis, según la costumbre local. El cirio es la atracción. Al bendecir el agua bendita, sumerjo el cirio en el agua tres veces, cada vez un poco más hondo, al tiempo que canto cada vez más alto: “Que el poder del Espíritu Santo descienda sobre las aguas de esta fuente”.

Un final trágico
“Ciertamente, mi cirio está en su punto álgido. Avanzamos hacia el fondo de la iglesia, donde prodiga su generoso fuego a la lámpara del santuario. Se coloca luego en el soporte donde, espero, arderá durante cuarenta días de gozo, hasta la fiesta de la Ascensión. Al menos llegamos al “Ite Missa est. Alleluia, alleluia”. Pero cuando apenas entono “ite…”, me doy cuenta de que mi cirio… ¡oh, desastre!, ¡oh, calamidad!… agoniza. Se está consumiendo envuelto en llamas. Su cera inunda el soporte… ya no es un cirio.

Habiendo percibido mi gesto nervioso, el sacristán comprende que hay que apagarlo por completo. “Ite…Ite…”. He perdido el tono del Aleluya. Adiós a los cuarenta días de gozo. Si tan solo hubiera aguantado la Pascua… Pero no, Jesús fue inmediatamente al cielo este Sábado… Queriendo consolarme, el sacristán me dice que no hay por qué preocuparse… el año pasado sucedió lo mismo”.

André DORVAL, OMI