Ovide CHARLEBOIS, OMI

¿Quién era ese “évêque errant” (Obispo errante)?. No otro sino Mons. Ovide Charlebois, quien, nacido en Oka, Quebec, en 1862, se hizo oblato de María Inmaculada y fue ordenado sacerdote en 1887. Fue enviado luego a Fort Cumberland, norte de Saskatchewan, donde permaneció sólo durante dieciséis años en medio de los amerindios locales. Este “solitaire du Cumberland” (solitario de Cumberland), como también se le llamaba, se convirtió en obispo de Keewatin en 1910, con residencia en Le Pas. Dedicó cuarenta y seis años de su vida, en abnegación diaria, pero con alegría y felicidad, al servicio de unos millares de personas a su cargo.

Constante renuncia
Tras una vida relativamente estable de unos veinte años, Mons. Charlebois se vio obligado, a los cuarenta y ocho años de edad, a viajar en canoa o trineo para sus visitas pastorales. La fatiga nunca le frenó cuando cargaba con sus propias provisiones y una canoa de corteza de abedul en largos portes. Encontramos en su diario una página que nos da una idea de las dificultades que hallaba en sus viajes pastorales de 1911. Escribió: “He cubierto 2.000 millas (3.200 kms.) en canoa y 50 millas (80 kms.) a pie, bosque a través. He dormido en el suelo 60 veces, bajo la protección de la pequeña tienda en que tan a menudo he celebrado Misa. He visitado 14 misiones, 4.500 católicos en total. Seis de estas misiones nunca habían sido visitadas por un obispo. He confirmado 1.100 amerindios, cuyas buenas disposiciones me han edificado grandemente”. Hizo viajes similares decenas de veces.

A menudo iba sin comer. Por ejemplo, la noche de Año Nuevo había sido invitado a la mesa del “líder acaudalado” en el Fuerte. Justo cuando partía para esta celebración, llegó una petición de una mujer enferma. Vivía alejada de la misión: su cabaña era gélida y no muy limpia. El oblato renunció sin más a su cena y partió para oír la confesión de la pobre mujer y llevarle el viático. A su regreso a la misión, se sentía más feliz que “el rey de Inglaterra”. Escribió: “Esta alegría sobrepasa todas las dichas del mundo”.

El humor de un santo
Un día, apareció en la lavandería una camisa sin marcar. Dado que un minúsculo piojo parecía disfrutar en ella, una empleada destacó: “Es del obispo, esa es su marca”. El obispo, complacido, contestó: “Espero que ellas marquen la camiseta y dejen en paz a mis piojos”. En otra ocasión, ofreció sus disculpas a un amigo por no ir a visitarle: “Cuando estoy en el Este – escribió – viajo a toda velocidad, pero cuando regreso, simplemente no puedo volver al ritmo”.

Como podemos ver de estos trazos aislados tomados de su vida, “l’évêque errant” no era un simple viajero doblado por el peso de cargas pesadas. Era sobre todo un hombre sin reservas, un misionero Oblato digno de amarse.

André DORVAL, OMI